DONDE
ANIDAN LOS ÁNGELES
(2004, Editorial
Destino).
Fragmento 1 de 5:
PRÓLOGO y CAPÍTULO
1º.
"Los
ángeles anidan en los lugares más oscuros
de la Tierra".
Aunque
no crea en Dios, creo en los milagros. Porque es evidente
que los milagros existen: los hacemos nosotros mismos.
No son demasiado frecuentes pero resulta fácil
comprobar que se producen, fruto de la tenacidad de
quienes deciden aceptar algún desafío
imposible. Por eso mismo, aunque tampoco crea en la
bizarra Corte Celestial de que habla la Iglesia, creo
en los ángeles. Pero son de carne y hueso,
no espíritus puros. Carecen de alas emplumadas
y de aureolas, se desplazan en vehículos todoterreno
en vez de utilizar carros de fuego, y jamás
comparecen para anunciar prodigios divinos sino para
remediar alguna injusticia concreta. Los ángeles
realmente existentes son humanos. Y no tienen
nada que ver con esa fantasía elevada a cuestión
de fe que describe con todo detalle sus categorías,
cometidos, nombres y biografías, dejando
sólo incógnitas de tanto calado popular
como la determinación de su género,
que no sexo. Están muy lejos de esos seres
alados que aparecen en la Historia Sagrada, siempre
de modo oportunista, y en ocasiones --por culpa de
las prisas eternas o la farragosa pompa celestial
que los envuelve-- han acabado perdiendo alguna pluma,
conservada por la Iglesia como venerable reliquia
durante siglos...
Sin embargo, casi ninguno de los ángeles que
he conocido carece de fe. La mayoría responde
a distintas religiones, frutos de culturas diferentes.
Muchos creen en algo parecido a lo que es oficialmente
el cristianismo. Pero todos, incluso los que son sacerdotes
católicos, han acabado convirtiéndose
en ángeles, como si hubieran comprendido que
debían asumir el papel de unos santos que jamás
respondían a sus invocaciones. Y, en vez de
esperar los milagros, han decidido obrarlos ellos
mismos, enfrentándose a la injusticia a base
de enormes esfuerzos. Esos ángeles humanos
miran de frente a donde consideran que pueden estar
los ojos de su Dios, rogándole pero sin dejar
el mazo, como si entre los gritos de dolor que cada
día escuchan una voz les recordara el viejo
refrán de 'fíate de la virgen y no
corras.'
Mi incapacidad de entender a los religiosos, nieta
de la obstinación cartesiana e hija de las
ideas marxistas que tan tenuemente me iluminan, choca
con mi admiración por quienes dedican todas
sus fuerzas a luchar junto a los desvalidos, sacrificando
sus propias vidas a la utopía de mejorar las
de los condenados a la miseria... pero en nombre de
un Dios que mi mente no puede aceptar. Dios que cada
uno dice sentir e interpretar con distintos matices,
pero que todos coinciden en buscar entre los más
pobres y desdichados. Acaso porque proyecten en él
la necesidad --que comparto-- de encontrar algo más,
una mera esperanza, detrás ese monstruoso entramado
de violencia e injusticia que resume los valores universalmente
impuestos. Pero hay un hecho innegable: su compromiso
es mayor que el de quienes expresan las mismas preocupaciones
desde posiciones políticas y, sobre todo, desde
desideologizados planteamientos sociales.
¿Qué instrumentos de cambio aparecen
ante quienes deciden rebelarse frente a un orden radicalmente
injusto, establecido como el mejor de los mundos
posibles? ¿Los partidos políticos,
los movimientos sociales, las entidades humanitarias,
las iniciativas individuales...? Todo puede valer
pero nada sirve. La izquierda clásica se ha
desvanecido, reducida a un espejismo ideológico
y a un testimonialismo estéril, agotadas sus
ensoñaciones y ciega ante la realidad, incluso
falta de vigor ético. Sus organizaciones consideran
utópico pelear por cambios cuya exigencia sería
tan lógica como irrenunciable, y se muestra
incapaz de ofrecer otra cosa distinta al simple relevo
de cuadros técnicos para controlar y reajustar
los semáforos de una economía basada
en la desigualdad. Partidos y sindicatos han perdido
lo fundamental de sus señas de identidad y
en la práctica demuestran aceptar la inevitabilidad
de la injusticia en el reparto mundial de la riqueza,
renunciando incluso a soñar revoluciones frente
a un orden inaceptable a la luz de lo que un día
ya lejano fueron los principios que animaron su propio
nacimiento. Los nuevos grupos surgidos frente a la
consumación de la desigualdad y su institucionalización,
dentro de ese imparable proceso que se ha dado en
llamar globalización, representan una
alternativa todavía inarticulada y de aspecto
caótico, carente de opciones concretas. Las
grandes instituciones humanitarias actúan con
espíritu funcionarial, planteando como metas
lo que son mínimos imprescindibles. Sus hermanas
menores, las ONG, que se multiplicaron durante la
década de los noventa como eficaz canalización
de jóvenes inquietudes, parecen condicionadas
por una mercadotecnia humanitaria inmediata
y su acción suele estar lastrada por limitaciones
temporales. Quedan las iniciativas individuales, generalmente
circunscritas a formas puntuales de solidaridad, acciones
concretas o donativos.
En este panorama desesperanzador mis ángeles
mantienen, sin saberlo, posturas revolucionarias.
Minimalistas, reducen su actuación a su entorno,
donde saben que pueden influir de modo inmediato.
Su entrega absoluta, que cabría considerar
como producto de actitudes desesperadas y gestos voluntaristas,
es consecuencia de una absoluta coherencia personal.
Aunque la mayoría de ellos se declaren movidos
por alguna fe, sus análisis de las realidades
concretas en que trabajan demuestran indudable lucidez
intelectual. Es lo que ocurre con los misioneros,
pese a que hayan hecho votos religiosos tan absurdos
como la obediencia o la castidad. Hace años
que empezaron a cambiar los viejos objetivos eclesiásticos
de evangelizar, al mismo tiempo que pasaban
a hablar de justicia en vez de caridad. Revolucionarios
sin otra ideología que los tres irrenunciables
presupuestos de 1789, lo son también dentro
de su propia institución. Sabiamente, la Iglesia
los tolera mientras se mantengan alejados y no alboroten
demasiado. Por otra parte, su carácter religioso
dificulta la colaboración con organismos internacionales
y ONG aconfesionales. Pero suelen contar con el apoyo
de Cáritas Española, que a través
de ellos consigue canalizar la ayuda humanitaria con
una inmejorable relación calidad/costos en
las situaciones más adversas. Cáritas
respalda sus actuaciones sin filtros dogmáticos,
apostando en firme sobre su proverbial abnegación,
con el objetivo estratégico de 'contribuir
a la erradicación de las causas y efectos de
la pobreza desde un enfoque de desarrollo humano y
sostenible, basado en la defensa y la promoción
de los derechos humanos'.
La
necesidad de entender a los misioneros me ha llevado
muchas veces a discutir con ellos lo que suelen calificar
de teologías y realmente son sus manifiestos
ideológicos. ¿Qué convierte en
ángeles revolucionarios a unos curas
formados para decir misa de doce, y a unas monjas
que podrían estar encerradas en un convento
o dedicadas al pingüe negocio de la enseñanza
privada? Sencillamente, lo mismo que causa la metamorfosis
de algunos médicos que renuncian a una consulta
privada para ir hasta lugares remotos en auxilio de
enfermos desvalidos.
El
choque con una realidad opuesta a la que enmarca nuestras
vidas inevitablemente nos confunde y cambia nuestra
percepción de las cosas. En muchos casos produce
una alteración de la conciencia y de los comportamientos
básicos de las personas. Cuentan los cronistas
de Indias que el descubrimiento de las enormes riquezas
del Perú cambió radicalmente el modo
de ser y pensar de quienes los vivieron más
directamente. Aquellos hombres rudos de procedencia
humilde que protagonizaron la conquista se transformaron,
deslumbrados por el resplandor de los metales preciosos.
Y no vacilaron en esclavizar a los indígenas
para hacerlos trabajar hasta la extenuación
y la muerte, en las incontables galerías que
horadaron el Cerro Rico de Potosí en sus tiempos
de esplendor. Los campesinos extremeños y andaluces,
con hambre viejo en sus entrañas y miserias
heredadas de antiguo, no volvieron a ser los mismos
tras experimentar una abundancia y un despilfarro
tan grandes que, según dicen las leyendas,
desempedraron una larga calle de Potosí y sustituyeron
sus adoquines por lingotes de plata para que sobre
ellos desfilara una procesión para celebrar
el nacimiento del heredero del trono español.
Mucho
más aún que la riqueza, la experiencia
de la pobreza extrema cambia a las personas radicalmente,
alterando su naturaleza profunda. Sumirse en ella
produce mayores efectos íntimos, conmoviendo
la conciencia personal de cada uno, y modifica incluso
el sentido de la existencia de quienes vislumbran
su significado real. Asomarse a las carencias absolutas
de los semejantes supone un choque brutal. Ver de
cerca la miseria por primera vez produce perplejidad.
Permanecer entre ella aun sin compartirla, contemplándola
constantemente, obliga a reaccionar. Entonces, la
necesidad desesperada de pelear contra sus efectos
inmediatos se impone sobre cualquier otra consideración.
Finalmente se cuestionan sus causas de modo radical.
Así, los hombres llegan a convertirse en remedo
de los ángeles, movidos por un incontenible
impulso de entrega, por un sentimiento inaplazable
de solidaridad, por una actitud irrefrenable de sacrificio.
Ello también explica que sean siempre escenarios
de dolor e injusticia donde anidan los ángeles.
Lugares oscuros, de difícil acceso para los
observadores, pero cuya negrura hace que resulte más
visible su esplendor humano.
Telema,
un barrio humilde de Kinshasa, es uno de esos sitios.
Allí conocí a dos misioneras que se
dedicaban a cuidar niños endemoniados.
Mercedes Gurbindo y Angela Vicenta Gutiérrez
me contaron las historias de algunas de las criaturas
poseídas que tenían recogidas. Rechazadas
por sus familias, no podían permanecer en sus
aldeas; los vecinos les impedían jugar con
otros niños 'para evitar el contagio';
y los hechiceros locales las sometían a tratamientos
purificadores mediante descomunales palizas, esperando
que sus cuerpecillos maltrechos expulsaran a los malos
espíritus. Las monjas habían identificado
perfectamente a los diablos culpables de sus desgracias,
con sus nombres propios: pobreza, atraso, ignorancia,
superstición... Unos demonios que condenan
al 40 por 100 de los niños africanos a malvivir.
Y como instrumentos de conjuro empleaban vitaminas,
cariño, y paciencia mientras les enseñaban
a leer y escribir.
Porque
también creo en los demonios aunque no crea
en Satanás, personaje que me parece de peor
gusto aún que los ángeles oficiales.
Está comprobado que los diablos existen: son
esos que equivocadamente llamamos los nuestros. Contrafigura
de ángeles terrenales, tampoco los diablos
realmente existentes tienen nada que ver con los espíritus
malignos que el Vaticano tiene censados para combatirlos
con exorcismos: el famoso demonólogo
Corrado Balducci aseguraba en 2000 que eran exactamente
1.758.640.176, ni uno más ni uno menos. Dato
precioso, aunque discutible, al que se debe añadir
otro aportado por la Oficina de Estadística
y Sociología de la Conferencia Episcopal Española.
Esta, ya con algo más de seriedad documental,
ha establecido la existencia de unas 70 sectas satánicas
en España, con uno total de 25.000 adeptos.
Me parecen pocos seguidores, para tantos demonios.
Yo tengo identificadas muchas más sociedades
malignas, con sucursales y ventanillas abiertas en
todos los barrios de todas las poblaciones. Sus demonios
principales son hombres de bien, respetados
y honrados, aunque de vez en cuando pasen por los
juzgados y alguno acabe --excepcionalmente, eso sí--
tras las rejas por robo descarado. Con frecuencia
sus efigies aparecen en los periódicos y se
asoman a las pantallas de la televisión, cortando
el bacalao sobre las mesas directivas de las principales
instituciones financieras internacionales, así
como sentados en los consejos de administración
de la Banca y de las grandes corporaciones económicas
multinacionales, desde donde establecen los lineamientos
de nuestro despiadado orden mundial
y gobiernan a los pobres diablos que nos gobiernan.
Los
ángeles y los demonios verdaderos no son los
que describe el Papa en estériles prédicas
para católicos de antiguo cuño, reflejo
de una improbable lucha política celestial
y trasunto de la burocracia que detenta el poder en
el Vaticano. Incluso tiene cierta gracia toda esa
retahíla de seres espirituales, ángeles
y arcángeles, agrupados en serafines, querubines,
tronos, potestades, dominaciones, principados y
no sé si alguna otra clase social celestial,
presentados casi como ministros, portavoces o secretarios
de las vírgenes y los santos con más
predicamentos, o como simples escoltas, recaderos
o bedeles del Cielo. Pero no. Los únicos ángeles
dignos de respeto universal son otros, llenos de flaquezas
humanas. A lo largo de las páginas siguientes
se habla de unos cuantos. Pero muchos quedan en mi
memoria, como Lourdes Lejarreta. Era una vasca impulsiva,
mezcla de fuerza y dulzura, que llegó al último
rincón del mundo, un poco huyendo de su propia
angustia personal y un mucho para enfrentarse a la
angustia de los demás. La conocí en
Yiohar, un pueblo aislado en el noroeste de la Somalia
en poder de los señores de la guerra.
Me ayudó a curar a un mono de pocos meses que
compré, herido de una pedrada, para devolverle
la libertad. La recuerdo, bailando entre los aldeanos
al son de los yembés, en la fiesta de inauguración
del hospital de Médicos Sin Fronteras. Y todavía
la veo abrazada a Mohamed, un niño de once
años que, abandonado y desnutrido, apenas aparentaba
seis. O la oigo reír a carcajadas de los chistes
que hacía mi compañero Evaristo Canete
a bordo de una avioneta, volando de Mogadiscio a Nairobi.
Lourdes murió pocos meses después, víctima
de un paludismo cerebral, cuando estaba al frente
de un centro de salud de la ONG Iradier en una remota
aldea de Guinea Ecuatorial. Como ella, mis ángeles
suelen seres ignorados --aunque algunos se hayan visto
convertidos en personajes por la repercusión
periodística de su trabajo-- que se empeñan
en que los moribundos vuelvan a caminar o en repartir
panes y peces en regiones devastadas por la hambruna.
Si creo firmemente en su existencia es porque he metido
los dedos en sus heridas y he visto resucitar a los
beneficiarios de sus milagros.
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