'ÁNGELES
DE WUKRO’
Epílogo:
La imposibilidad de comprender.
(Por Vicente Romero)
La
pobreza no se puede explicar ni entender.
Leer
un libro como este supone una íntima frustración,
más allá de las emociones, del dolor y de
la impotencia. Escribirlo también, aún mayor.
Porque las palabras sólo permiten el reflejo lejano
de una realidad tan compleja como la vida sometida a la
extrema pobreza. ¿Cómo describirla, como exponer
sus consecuencias sobre millones de seres humanos condenados
a sufrirla? Por bien documentado que esté, un libro
como éste -pese a haber sido escrito con el corazón
y la conciencia- no alcanzará jamás a explicar,
ni permitirá a sus lectores entender, el significado
más profundo de la pobreza. Tampoco sirven las estadísticas,
limitadas al ejercicio contable forzosamente arbitrario
que reduce los problemas humanos a cuadros estadísticos.
Se puede narrar o cuantificar lo que se tiene, pero es imposible
evaluar lo que falta, cuanto y cómo
falta.
Una enumeración de riquezas resultará más
o menos completa. Menos aproximado será cualquier
balance sobre la escasez de recursos y sus consecuencias.
Pero no existe un modo eficaz de evaluar las carencias absolutas,
y no basta con enunciar aquello que no existe: no hay agua,
no hay comida, no hay luz eléctrica, no hay escuela,
no hay hospitales... ¿Qué significan estas
negaciones de bienes imprescindibles para una vida digna,
de los que permanecen privados millones de seres humanos
que sobreviven en la miseria? Por muchas respuestas que
se intente dan a esta pregunta, no seremos capaces de imaginar
-mucho menos de comprender- lo que supone no disponer de
agua potable, no tener qué comer, no contar con techo,
ropa ni calzado, no encontrar un médico a quien recurrir,
y ver a nuestros hijos crecer sin horizontes. Dice Ziegler
que si fuéramos capaces de contemplar nuestro mundo
como realmente es, enloqueceríamos. La crueldad extrema
que comporta la extrema pobreza es moralmente inaceptable,
pero también nos resulta intelectualmente inaprensible.
Mil veces hemos mostrado y visto en televisión criaturas
con los vientres hinchados y los ojos apagados por la debilidad,
en brazos de mujeres cuyos retratos parecen radiografías.
Aunque se repitan constantemente en los telediarios, esas
imágenes nos producen sensaciones desconcertantes
de dolor, vergüenza, indignación; suelen desencadenar
actitudes individuales de solidaridad, pero raramente tienen
efectos sociales movilizadores, y no trascienden en el terreno
político. ¿Qué nos ocurriría
si fuéramos capaces de profundizar en el significado
de la pobreza, en el conocimiento de sus consecuencias humanas?
Acaso enloqueceríamos si compartiéramos los
sentimientos de una madre con los pechos secos que cada
anochecer espera a que sus hijos hambrientos se duerman,
agotados de llorar inútilmente, sin poder alimentarlos;
y que pasa la noche pensando que cuando esos críos
esqueléticos despierten y vuelvan a llorar, a la
mañana siguiente, tampoco tendrá nada que
darles de comer.
Sin
superar esa imposibilidad de explicar y comprender la miseria,
no hay capacidad moral para movilizarse, para arrancar las
raíces de la miseria, para oponerse de modo eficaz,
colectivo, al despiadado orden criminal que no sólo
las hace posibles sino necesarias: un insensato proceso
de acumulación de riquezas en manos de quienes se
comportan como amos del mundo, basado en el expolio,
el latrocinio, el delito institucionalizado. Un sistema
económico mundializado, fabricante y distribuidor
de la pobreza y el hambre, que antes denominábamos
capitalismo y ahora se disfraza con el nombre de la teoría
fundamentalista que lo sustenta: el libre mercado como Ley
suprema, resumen de principios y valores universales. Porque
tampoco cabe combatir a la extrema pobreza sin oponerse
a la riqueza extrema, sin comprender sus causas ni analizar
sus métodos. Brecht decía que detrás
de toda gran fortuna se oculta siempre un gran delito. El
delito se ha extendido por el planeta convirtiéndose
en algo consustancial a los mecanismos económicos
que dominan nuestros destinos.
Por primera vez en la Historia, hay una clase de oprimidos
de quienes no cabe esperar la rebelión contra sus
opresores. Los empobrecidos hasta el límite mismo
de la vida -de la no vida- carecen de las fuerzas
mínimas para luchar por los derechos más elementales.
La miseria implica debilidad, el hambre genera pasividad.
Las principales víctimas del sistema ni siquiera
tienen capacidad de protestar. Nadie escucha a los millones
de personas cuya miseria es el precio del bienestar ajeno
y, sobre todo, del crecimiento desmesurado de sociedades
financieras cuyo poder ilimitado también escapa a
nuestro capacidad de comprensión. Pocas esperanzas
revolucionarias caben cuando la desestructuración
social y una absoluta carencia de medios de subsistencia
impiden cualquier forma embrionaria de lucha organizada.
Y donde los verdaderos centros de poder resultan invisibles,
sin que haya bastillas ni palacios de invierno que asaltar.
Sin embargo un libro como este contiene una invitación
a la esperanza y ofrece la pequeña dosis de utopía
imprescindible para resistir frente a tanto horror. En sus
páginas alienta la posibilidad de que prenda entre
nosotros eso que Ziegler denomina insurrección
de las conciencias: el recurso final de que los ciudadanos
gritemos ¡basta! si las instituciones se
inhiben o fracasan. Este libro, en efecto, ofrece la oportunidad
de creer en algo, cuando nos han robado todos los
sueños e incluso las palabras que los invocaban.
Sus páginas permiten constatar que pequeños
milagros y pequeñas revoluciones todavía son
posibles en el reino de los pobres, en los rincones más
inesperados y olvidados del mundo donde se escenifican las
injusticias más evidentes.
Los
ángeles realmente existen
A lo largo -y a lo hondo- de Ángeles
de Wukro, Mayte Pérez Báez recurre hábilmente
a la figura de Ángel Olaran para situarnos ante las
claves de la pobreza, ayudarnos a entenderla e impulsarnos
a la insurrección. El misionero demuestra, con palabras
y actitudes, una enorme clarividencia en el análisis
y una singular capacidad didáctica. Ya con el libro
prácticamente en máquinas, mientras escribo
estas líneas postreras, me llega un correo desde
Wukro que lo reafirma. Una historia más, que merece
ser recogida como ejemplo de cuanto escapa a las estadísticas
que intentan describir la miseria:
-
“Ayer la señora Zewde llegó, físicamente
agotada y mal pero pudo llegar, hasta la puerta de nuestra
casa. Nos conocemos desde mis primeros días aquí.
Alta, tirando a altiva, con sus ideas claras encarnadas
en sus más claras solicitudes. Siempre ha sabido
que habla con autoridad y sus argumentos solo podían
ser matizados, nunca rechazados. La recuerdo siempre muy
delgada y enferma. Tan elegante como delgada. Su escasez
de comida ha contribuido a que su salud se haya deteriorado
y sus ojos hayan dejado de iluminar su caminar. La claridad
que vislumbra a penas le sirve para controlar sus dos
próximos pasos. En cuanto la saludo es como si
le sonriera la naturaleza, como si disfrutara de un canto
armónico. La expresión de su cara irradia
comunicación, alegría. Deja caer el bastón
que a duras pena la mantiene en pie, y me extiende las
manos hasta que las sujeto entre las mías. Y el
resto es muy bonito, por pocas que sean las palabras que
intercambiamos. En voz baja, me comentó que se
acerca el Año Nuevo y que le gustaría celebrarlo
pero no tenía con qué. Hablaba tan bajo
que a penas pude oír la palabra café.
Nos sentamos en el suelo y, ya con mas calma, me dijo
que no tenia nada y para celebrarlo le gustaría
tomar café. Le pregunte que cuanto dinero le haría
falta. Después de dudarlo, como asustada del abuso,
me dijo que 4 birrs, unos 30 céntimos de euro.
Le comente que llevaba encima 20 birrs y que se los daba.
Mi oferta causo en ella una serie de reacciones entre
inocentes e infantiles que me llevaban de un éxtasis
a otro: ‘con esa cantidad no me va a faltar de nada’,
‘soy rica, voy a tener un Año Nuevo especial’.
. .y otras expresiones que me sonrojaría exponerlas.
Estuvimos unos 15 minutos así, sentados, comentando
como le iba y me iba. Son de esos minutos a los que necesitas
agarrarte, porque los intuyes irrepetibles. Y constituyen
un referente vital, armonizados por la sabiduría
a su nivel más alto. Y sin más, te sientes
desnudo y como iluminado por un fulgor de sabiduría.
Y sin necesidad de mencionarlo sabes que eso es.
Así, sin saberlo, ni pretenderlo, Zewde me salva.
Y ya satisfecha del lazo que hemos conseguido atar una
vez más, apoyada en mi brazo y su bastón,
consigue ponerse de pie. La despedida requiere su tiempo,
en el que los deseos de bendiciones celestiales juegan
una parte importante. También me invitó
a que algún día la visitara en su casa.
Tiene tan poco que hasta los ratones se han puesto de
acuerdo en respetar los tres papeles y cuatro trapos que
forman su ajuar. El palo es parte de ella. Delgado y alto,
como un fiel lazarillo, es un reflejo de Zewdu. En su
caminar un tanto cansino, agarrada con fuerza a su palo,
había mucha resolución. Sabia a donde iba.”
Ángel
-pero también Zewde- demuestra que los ángeles
existen y que se debe de creer en ellos aunque se dude o
se niegue la existencia de Dios. Porque los ángeles
verdaderos son de carne y anidan en lugares donde no parece
posible otro combate distinto al que el que ellos libran.
Son ángeles con una fe radical en el hombre,
cuyo credo predica la insurrección de las conciencias,
con un programa mínimo consistente en la posibilidad
de conquistar una vida digna a base de un esfuerzo sin límites.
Uno de esos ángeles realmente existentes
es Ángel Olaran. ¿Un misionero que obra milagros?
Sí, porque los milagros los hacemos los hombres.
Si queremos sobrevivir tenemos que hacerlos sin esperar
a que actúe el viejo Dios de Israel, al que los creyentes
proclaman todopoderoso pero que demuestra menor capacidad
que el nuevo Señor de las Finanzas, hijo o nieto
del antiguo Becerro de Oro, infinitamente más implacable
que quien expulsó a los mercaderes del templo a latigazos.
Pero Olaran no es un santo en vida, ni busca como
otros curas mediáticos una aureola que proporcione
justificaciones a su Iglesia, sus patrocinadores económicos
y sus padrinos políticos. Recuerdo que, años
atrás, le hizo reír con amargura que el colorín
del diario El País lo hubiera incluido en
una lista de cien posibles santos futuros. Aquello
no era más que una figura literaria -semejante a
calificarlos de ángeles- para definir a
personajes insólitos de una Iglesia ciega ante sus
posiciones profundamente cristianas, que simplemente los
deja hacer cuando no los ignora, y que se muestra más
interesada en llevar a los altares a ciertos santones
empeñados en imponernos el camino de la
mansedumbre y la complicidad con el orden criminal del mundo.
La herencia del misionero
Cuando
alguien como Ángel Olaran rebasa la barrera de los
setenta años, bien trabajados y siempre en circunstancias
de gran dureza, es inevitable el temor al calendario. ‘¿Qué
pasará en Wukro cuando Abba Melaku no esté?’,
es una pregunta que he escuchado muchas veces. No sé
donde leí hace años -tantos que no recuerdo
al autor aunque retenga la idea- que nadie se va, nadie
desaparece, nadie muere del todo mientras sea recordado.
Mientras quede su herencia, la sombra proyectada en nuestra
memoria, y más allá en nuestra propia vida:
lo que hizo, lo que quiso, lo que pensó, lo que sintió.
Ese es el legado que trasciende. Hay obras que se emprenden
y por las que se lucha a lo largo de la vida, que además
de constituir una herencia adquieren el valor de una metáfora.
La escuela que los padres blancos encargaron fundar a Olaran
es mucho más de lo que se proyectó que fuera.
De ella han salido promociones de técnicos capaces
de imaginar otro universo diferente, en los áridos
kilómetros donde transcurren sus existencias. Han
aprendido a mejorar la tierra, a tratarla, a obtener rendimientos
de ella. Pero también a tratar mejor a sus propias
gentes, a cultivar ideales e inquietudes, a recoger la semilla
moral y sembrarla. En Wukro y sus alrededores, miles de
árboles dan testimonio de un empeño en cambiar
el mundo desde un punto olvidado en el mapa. Árboles
que crecen en condiciones adversas y sirven para repoblar
un terreno desertizado. Árboles que regeneran la
tierra, que devuelven los tonos verdes al paisaje. Árboles
en torno a cuya sombra los hombres pueden sentarse a pensar,
hablar, descansar. Árboles que generan un microclima,
que mantienen la humedad, que propician las lluvias. Muchos
han sido plantados en bancales, laboriosamente construidos
en las faldas de los montes cercanos a la ciudad, levantados
piedra a piedra por unos campesinos con las fuerzas minadas
por el hambre, sin saber bien qué hacían con
tanto esfuerzo, cediendo ante la insistencia de un cura
que les instaba a trabajar en vez de rezar. Que les proponía
un trabajo aún más absurdo que las oraciones
a un Dios indiferente, lejano, impasible. Los bancales,
al cabo de pocos años están haciendo el milagro
que ese Dios no parece dispuesto a hacer: no sólo
evitan la erosión y ofrecen un terreno adecuado para
las tareas agrarias, sino que -el milagro, su milagro- hacen
que el subsuelo retenga el agua de la lluvia. Y al pie de
los montes que escalonan se excavan pozos, de los que se
extrae agua para regar los cultivos. Durante décadas
los habitantes de Wukro paliaron su miseria derribando los
viejos árboles para hacer fuegos domésticos
donde cocinar y calentarse. Hoy se ilusionan con los nuevos
árboles que el misionero se obstina en plantar. Los
cuidan, los respetan. Empiezan a contemplarlos como un signo
de vida, no como un montón de leña.
La metáfora se completa cuando son los niños,
la legión de huérfanos que tutela Ángel
Olaran, quienes se movilizan para cavar huecos destinados
a los plantones, y organizan cadenas humanas -de minúsculos
seres humanos, de alevines de unos seres humanos distintos,
mejores- para transportar los bidones y las regaderas que
permitirán crecer a los árboles al mismo tiempo
que ellos crecen. No sólo son esos niños los
herederos de Ángel, los que reciben el fruto de su
trabajos. Son ellos mismos -los niños, los árboles,
las ideas que alientan tras ellos- la herencia de un hombre.
El fruto tangible de su rebelión frente a la injusticia,
la expresión viva de sus sentimientos, las obras
que le mantendrán siempre entre nosotros. Son los
símbolos y los protagonistas de la insurrección
moral que Ángel ha iniciado en un rincón lejano
del mundo. No habría que tener miedo al calendario
viendo que el futuro ha comenzado, que empieza cada día
cuando el misionero inicia su jornada de trabajo, su vertiginoso
ir y venir de un lado a otro, su constante hablar -¡y
escuchar!- inmerso en las dramáticas consecuencias
de la extrema pobreza.
Esos niños, como esos árboles, forman parte
del futuro de Wukro, de nuestro propio futuro. Y constituyen
la mejor herencia de Ángel Olaran, sus argumentos
más elocuentes, sus oraciones más profundas
y eficaces, su propio milagro personal, su legado,
su lección, el sentido de su vida y el sentido de
nuestras propias vidas. La doble metáfora de su existencia,
del transcurso de la vida y su transformación, de
la lucha activa contra la injusticia como parte esencial
del sistema económico mundial, del horror inherente
al orden criminal de nuestro mundo.
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