Los centuriones. LOS HERMANOS MARX EN SARAJEVO
Durante la guerra de Bosnia, entrar en el cuartel general de la
Unprofor en Sarajevo era como ir de visita a un manicomio made in
Hollywood, en cuyas dependencias las camisas de fuerza habían
sido reemplazadas por uniformes de camuflaje. Las tropas del cuerpo
de guardia que custodiaban el recinto eran francesas y no hablaban
inglés. Al otro lado del patio, los encargados de controlar el
acceso de visitantes pertenecían al Ejército británico y no comprendían
ni palabra de francés. Sin embargo, estaban obligados a comunicarse
entre sí día y noche por medio del radioteléfono. Sus conversaciones
resultaban desesperantes, obstaculizaban las gestiones
más simples e impedían que se lograra un mínimo de coordinación
y eficacia, además de frustrar cualquier medida de seguridad. Esa
situación imposible se mantuvo durante meses, sin que el alto mando
la detectara ni nadie se molestara en organizar un cursillo acelerado
de francés y/o inglés elemental, ya que no se había pensado en
reclutar a soldados con conocimiento de idiomas, ni tampoco en
recurrir a la ayuda de traductores.
En septiembre de 1995, se anunciaba especialmente complicado
el paso a través del monte Igman, y tuve que acudir a la sede de
Unprofor para solicitar plaza en un vuelo castrense hasta la base
aérea de Ancona, en el norte de Italia. Al cabo de media hora de
diálogos delirantes entre soldados anglófonos y francófonos, acabé
por hacer de traductor entre unos y otros. Logré así abrirme paso
hasta la denominada <oficina de asuntos civiles> -de la que dependÃa
el transporte de periodistas-, aunque jamás estuvieron definidos
los límites de sus competencias ni mucho menos los derechos de los
usuarios. En sus dependencias, un correcto oficial de Su Majestad
Británica me informó, con el habitual tono rotundo de las gentes de
su oficio, sobre las condiciones para acceder al avión militar que yo
pretendía coger, ya que las compañías civiles habían dejado de operar
muchos meses antes:
—Dispone usted de una plaza reservada que acabo de asignarle.
Tiene que presentarse en la oficina de vuelos con una hora de antelación.
—De acuerdo. ¿A qué hora sale el vuelo?
—Eso es información reservada que no podemos facilitarle.
—Vamos a ver, tengo que estar en el aeropuerto una hora antes
de qué hora...
—Está muy claro: de la hora de salida del avión.
—Pero tendrá que decirme la hora prevista del despegue...
—Le repito que eso es secreto. Mire, aquí ni siquiera conocemos
ese dato.
—Entonces...
—Habrá de enterarse por sus propios medios. Y presentarse una
hora antes, insisto.
Mi interlocutor me miraba con el mayor desprecio, cansado ya de
mi presencia. Debía de pensar que yo era un civil estúpido. Y le parecería
mentira que un periodista fuera incapaz de averiguar algo tan
sencillo como la hora de salida de un avión, que probablemente se
repetía de forma periódica. Media docena de teléfonos que sonaban
constantemente dificultaban nuestra absurda conversación. De fondo,
a través del altavoz de una radio castrense, llegaban maldiciones
en francés desde el cuerpo de guardia, sin que nadie prestase atención
a sus mensajes en la lengua de Molière. Varias mujeres uniformadas
atendían a civiles bosnios que, con ingenio, también habían
logrado superar aquella barrera lingüística que las fuerzas de Naciones
Unidas mantenían en sus instalaciones. Sus cuestiones, formuladas
en tono de súplica, eran respondidas de forma maquinal y entre
las continuas interrupciones de oficiales que pretendían resolver en la
<oficina de asuntos civiles> docenas de pequeños asuntos cotidianos
de su vida militar. Cuando me despedía, surgió otro problema:
—Un momento. ¿Sabe usted que sin casco y chaleco antibalas
no le dejarán embarcar?
—Ah, ¿no?
Decididamente, yo era un civil estúpido. Lo ratifiqué con otra
pregunta:
—¿Dónde puedo conseguir un casco y un chaleco?
—Aquí no.
—Ya. Pero estará previsto...
—Está prohibido facilitar equipamiento bélico a los civiles. Y la
Policía militar tiene orden de perseguir la compraventa de cascos o
chalecos.
—¿Qué puedo hacer, entonces?
—Búsquese la vida.
La vida había que buscársela en el militarizado aeropuerto de
Sarajevo. Su oficina de vuelos se distinguía por un cartel en inglés
que, clavado sobre la puerta, definía acertadamente su organización
y funcionamiento con dos palabras: <Maybe Airlines>, las <líneas
aéreas del quizá>, un nombre fruto del sentido del humor de
los militares noruegos que la atendían. Y que hablaban perfecta
mente inglés pero no francés y, por tanto, eran incapaces de entenderse
con el cuerpo de guardia del aeródromo. Tampoco mostraban
empeño alguno en conseguirlo:
—Los noruegos matamos a las ballenas y a las focas. Si tuviéramos
delfines en nuestro mar, también los mataríamos. Porque odiamos
a los animales. ¡Así que más vale que no se acerque por esta
oficina ningún francés! ¿Usted no será francés?
—No. Vengo a preguntar por los vuelos a la base de Ancona.
—Ya. Pues tome nota: quizá haya un avión mañana o quizá esta
tarde, quizá existan plazas libres y quizá lo autoricen a disponer de
una.
—En el cuartel general me han asegurado...
—Allí no quieren admitir que es aquí donde se toman las decisiones.
Y aquí todo es maybe (quizás) hasta cinco minutos antes.
—Así que no se sabe si mañana habrá vuelo a Ancona...
—Está previsto para mañana a las ocho y cuarto.
—Me dijeron que eso era información reservada.
—Típico. Es que los ingleses no se enteran. Pero, si hay vuelo,
será a las ocho y cuarto. ¿Le han dicho que venga una hora antes?
—Sí.
—Pero no le habrán informado de que está prohibido que entren
civiles en la base antes de las nueve.
—No.
—Típico.
—¿Qué tengo que hacer para entrar?
—Venir antes de que toquen diana. Porque durante las noches
no hay control de entrada. ¿A que tampoco tiene usted casco ni
chaleco antibalas?
—No.
—Típico.
—¿Podrían facilitírmelos aquí?
—Quizá, amigo, quizá. Pero lo prohíbe el reglamento. Tendría
que autorizarlo extraoficialmente el teniente.
—¿Dónde está el teniente?
—No está. Se ha ido a desayunar a la ciudad.
—Será típico, ¿no?
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
Al cabo de más de una hora de espera llegó el teniente, un oficial
galo con apellido español que se apiadó de mi situación y se ofreció
a prestarme un casco y un chaleco.
—¿Cómo podré devolvérselos, si yo me quedo en Italia?
—Entrégueselos al comandante del avión, para que me los traiga
cuando regrese. Pero hágalo discretamente.
—¿Qué tengo que decir si alguien me pregunta de dónde los he
sacado?
—Nadie le preguntará. Si hiciéramos averiguaciones, ningún civil
podría conseguirlos. Y nadie volaría en los aviones de la ONU, ni los
periodistas ni las organizaciones humanitarias..., así que tenemos
instrucciones de hacer la vista gorda.
Me los entregó de tapadillo, en una bolsa de plástico.
—Servirán, aunque no sean de su talla. El reglamento dice que
tiene que llevarlos, pero no exige que le sienten bien.
El casco era diminuto. La cabeza no me entraba y parecía que
llevara un sombrero de hongo azul. Por el contrario, el chaleco antibalas
era king size. Gigantesco, me quedaba como un barril. El francés
se reía con razón al contemplarme. Pero yo prefería vestirme de
payaso que de centurión. Me habría molestado más el aspecto
cuartelero que habrían podido darme esas prendas si hubieran sido
de mi talla que aquel aire ridículo hasta la comicidad.
A la mañana siguiente, disfrazado conforme al reglamento, me
presenté en el aeropuerto. No hubo problema alguno para entrar. Ni
siquiera registraron mi equipaje. Un soldado me condujo hasta una
sala de espera, en el piso de arriba del barracón que ocupaban las
<Maybe Airlines>. Al llegar al final de las escaleras, le propinó un
aparatoso patadón a una puerta de madera y masculló, en el tono
de quien repite una explicación rutinaria:
—Es que se atasca y no hay otra forma de abrirla.
La habitación estaba totalmente a oscuras. Como un acomodador
de cine, ayudándose de una linterna, me mostró una silla pegada
a la pared.
—Siéntese ahí y espere con los otros hasta que los llamen.
—¿No hay luz?
—Ya ve que no. Se estropeó hace días y no la han arreglado...
El fuego de varios cigarrillos, toses y alguna conversación en voz
muy baja me permitieron calcular que una docena de viajeros había
llegado antes que yo. Después, lo harían tres o cuatro más, siempre
precedidos del sobresalto que provocaba el obligado patadón en la
puerta. Aguardaríamos un buen rato, hasta que se nos dio la orden
de salir apresuradamente. Bajamos las escaleras tropezando y corrimos
por la pista, cegados por la luz del día y, tras sortear unas cuantas
barricadas de sacos terreros, trepamos al interior de la panza de
un C-130 que tenía los motores en marcha y despegó inmediatamente.
Con las prisas, no acerté a ponerme el maldito casco, que llevé en
la mano hasta dejarlo a mis pies cuando me senté en el avión.
Sospecho que las urgencias, como los madrugones, que los militares
siempre imponen no se deben tanto a sus hábitos o necesidades
como al deseo de aparentar prontitud y eficacia. Y de igual
modo estoy convencido de que la proverbial incomodidad de sus
instalaciones, vehículos y equipamientos no obedece a razones de
dureza o economía. Ni tampoco al espíritu espartano de la institución,
sino a la pretensión de dotarla de un ambiente de austeridad
capaz de amortiguar las acusaciones de dispendio en unos presupuestos
de Defensa siempre discutibles. El caso es que las tropas
transportadas a bordo de los cargueros militares, sin insonorizar y
carentes del mínimo confort, tienen que llegar a sus destinos aturdidas
por el ruido y con los riñones hechos polvo, lo que no garantiza
precisamente las mejores condiciones para un trabajo que se presume
tan arriesgado como políticamente delicado.
La guinda a aquel encuentro con el espíritu de los hermanos
Marx la puso, ya en la base de Ancona, una máquina tragaperras
con la que se entretenían las fuerzas italianas. Un videojuego erótico
llenaba la cantina de gemidos sexuales a todo volumen, y sus ecos
se extendóan por buena parte del cuartel de la OTAN, prestándole un
ambiente absurdo de prostíbulo barato.
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