HABITACIONES DE BIENESTAR. Maputo (Mozambique)
Acabo de comprobar que, a pesar de cuantas amarguras alimentan
mi pesimismo, el mundo está en orden. Y que lo esencial
funciona. Porque se ha abierto la puerta de la habitación que ocupo
en el lujoso hotel Polana de Maputo -una pequeña joya arquitectónica
levantada en 1921 por los amos portugueses de la capital
colonial, que entonces se llamaba Lourenço Marques- y un
sirviente negro con chaleco dorado, tras darme las buenas tardes
y pedirme permiso para entrar, ha depositado sobre la cama una
bandeja de yute primorosamente trenzado, con mi ropa limpia.
Las camisas lavadas, planchadas con almidón, plegadas sobre un
armazón de cartulina, con pajaritas de papel adornando sus cuellos y
embutidas en bolsas de plástico selladas, suponen una visión tranquilizadora.
Contemplándolas he sentido la seguridad de saber que, en
el salón que da acceso a los jardines del hotel, el pianista mozambiqueço
continuaría tocando suavemente melodías de tiempos mejores
sin que nadie le prestara atención. Y también que la enorme piscina,
situada en una terraza que se alza frente al Índico, permanecerá
iluminada durante toda la noche por si cualquier huésped asaltado
por una pesadilla necesitara comprobar que todos los lujos que nos
están injustamente reservados continúan ahí, esperando a que finalice
nuestro bien ganado descanso y decidamos disfrutarlos.
El teléfono me conecta con Madrid. Mi amigo Juan Antonio
Moreno, director de producción de TVE, me pregunta si no estoy
pasando demasiado calor, y le explico que tengo el balcón
abierto para respirar la brisa del mar al anochecer. A continuación
me llama el embajador de España en Maputo para contarme qué
equipos forman el grupo de la Champions que le ha tocado al
Real Madrid. Sí: todo sigue en orden; el mundo marcha.
Debería de vencer la pereza a que predispone el bienestar del
Polana y ponerme a escribir sobre la visita que por la mañana hicimos
al T3, uno de los barrios más empobrecidos de la capital
mozambiqueña, que, por carecer de todo, ni siquiera tiene nombre.
Una letra y un número bastan para identificar el lugar donde
se levantan sus casuchas de adobe y cañizo, junto a la cárcel de
Machava.
Ese establecimiento penitenciario proyecta su sombra
amenazadora sobre el T3 como única promesa de futuro para un
vecindario que sobrevive privado de casi todo. Los misioneros
maristas mantienen la escuela de Nostra Senhora do Livramento,
el único centro de enseñanza secundaria del distrito, de cuyo entorno
social da idea que el ordenador del centro esté protegido
por una jaula de gruesos barrotes, con una ventanilla por la que
sale y entra el teclado. Su director, el español Alberto Vera, nos
explicó que no conseguía mantener un profesorado estable porque
cada curso el sida mataba a varios maestros sin que hubiera
quienes los reemplazaran. Para solucionar el problema, el colegio
solicitó que las autoridades permitiesen salir de la cárcel a algunos
reclusos cualificados para ejercer como enseñantes. Pero se impuso
la solución contraria, ante el temor de que los presos aprovecharan
la actividad docente para fugarse. Y, así, los alumnos entran
cada día en el recinto penitenciario para recibir clases. <Saben
que van a la cárcel para no tener que ir a la cárcel en el futuro>,
comentaba Alberto.
Sentado ante el ordenador, busco con la vista la copa de drambuie
que olvidé a medias. El hielo se ha derretido. No importa. El
minibar, provisto de caprichos en abundancia, me garantiza más
existencias de pequeños lujos desconocidos para la inmensa mayoría
de los mozambiqueños. Mientras me sirvo otro carísimo licor
de malta con miel importado de Europa, pienso que, en los más
humildes bares de Maputo y en las tertulias callejeras de los barrios,
las copas del atardecer son del llamado whisky xangana: alcohol
producido en destilerías artesanas a partir de caña o piel del
cajú, cuya simiente es el sabroso anacardo, un líquido amarillento
que sirve para conectar con los espíritus y desahogar las penas.
Abro un paquete de almendras tostadas, traídas desde California,
doy un par de tragos de drambuie y sigo tecleando las notas
de rodajes de la jornada. Por la mañana una misionera de las Hijas
de la Caridad de San Vicente de Paúl nos contaba que la gente
se muere a puñados a causa del sida en el hospital de Chokwe, a
algo más de dos horas en coche al norte de Maputo. No disponen
de fármacos suficientes, pero, si los tuvieran, tampoco podrían
suministrarlos por falta de las elementales infraestructuras sanitarias
precisas. Y porque muchos de los enfermos no ingieren la
dieta mínima para resistir la agresión química que la medicación
supone. La religiosa lo comentaba con palabras dolorosas: <Sí no
podemos darles un vaso de leche diario a nuestros pacientes,
¿cómo vamos a pensar en pagar las facturas de los grandes laboratorios
farmacéuticos?>.
Entretanto, mis camisas recién lavadas, almidonadas y planchadas
permanecen sobre la cama. Es una tontería que no me haya
atrevido a meterlas en el armario. En el fondo, tampoco necesito
contemplarlas para saber que la sociedad de privilegiados a la que
pertenezco se prolonga artificialmente y continúa envolviéndome,
para protegerme de la miseria que da cerco a la ciudad. Los hoteles
constituyen confortables refugios donde engañarnos y afianzar
nuestra necesidad de creer que, pese a todo, el mundo tampoco
funciona tan mal. El Polana no sólo nos mantiene aislados de la
realidad mozambiqueña, sino que nos vacuna contra los efectos
de su durísima visión, proporcionándonos una gratificante terapia de
lujos para que sigamos siendo quienes éramos antes de pasearnos
por los escenarios de la injusticia. Atrincherarnos en sus habitaciones,
nos vuelve capaces de sentir que esos barrios de adobe que
hemos filmado no son más que paisajes lejanos, escenarios de vidas
tan ajenas como imposibles de imaginar.
Las melodías familiares que el pianista toca y repite incansablemente
cada día consiguen que las cosas más duras que hemos
visto y escuchado nos parezcan escenas de fábulas africanas imaginadas
por un novelista inglés. Por ejemplo, la historia que esta
tarde corría de boca en boca por las callejas del T3 sobre una
mujer detenida entre los contrabandistas hormigas que van y vienen
de un lado a otro de la frontera sudafricana. La Policía de fronteras
abrió su saco de legumbres y encontró un cargamento de testículos
humanos, que en Sudáfrica se pagan bien para actos de
hechicería.
En esa <alienación del bienestar> garantizada por los grandes
hoteles, encender el televisor no equivale a establecer una conexión
con el mundo exterior. Porque en la pantalla sólo aparece la
cara iluminada de la Tierra; es decir, la información y la diversión
propias de los países enriquecidos, espejo de los intereses de nuestra
sociedad de oropeles que, para probar su firmeza y superioridad
universal, se manifiesta mediante la presencia de camareros
de exquisitos modales y chalecos dorados que traen puntualmente
nuestras ropas, apiladas sobre una bandeja de artesanía elaborada
por algún indígena hambriento a cambio de una milésima parte
del dineral que pagamos por ese reconfortante servicio de lavadoalmidonado-
planchado-plegado-etcétera.
Pongo la televisión y resuena la voz inevitable de la CNN,
que, como decía Neruda sobre la Voice of America, <es como oír
a una gallina rara>. Al inglés que sus locutores mastican como el
chicle se suman los efectos de un continuo batiburrillo de imágenes
donde, entre titulares tan rotundos como ambiguos, la actualidad
se mezcla con el archivo mientras el faldón de la biz bar (la
<barra de negocios>) presenta los últimos datos del mercado financiero
internacional con la veneración que merecen las esencias
fundamentales del sistema.
El interminable diluvio de letras y cifras de los negocios de los
poderosos me lleva a recordar la anécdota que ayer volvió a evidenciar
la existencia de las dos economías superpuestas en los países
más empobrecidos del planeta. En una sucursal bancaria pedí
que me cambiaran unos euros por dinero mozambiqueño para
traérselo a un amigo coleccionista de monedas. Como respuesta,
el cajero me regaló un buen puñado de meticales. <No sirven para
nada; lo que le he dado son sólo unos céntimos de euro>, me explicó.
Le faltó decir que el metical sólo lo utilizan los condenados
a la pobreza, cuyas vidas y ambiciones tampoco cuestan casi nada.
Los camareros del Polana jamás aceptarían una propina en ese dinero
sin valor, con el que una nación entera paga sus gastos cotidianos
en los mercados callejeros y las tiendas de los barrios. Pero
no en los bancos, locales donde los miserables jamás penetran, sin
que haga falta prohibirles la entrada. Y los empleados bancarios
regalan a los clientes extranjeros ese toy money, dinero de juguete,
como un recuerdo sin valor.
Enseguida me siento agredido, tanto por el mensaje final que la
CNN transmite como por el tono que emplea. Prefiero la penuria
de medios de la televisión mozambiqueña, que ofrece una ventana
estrecha para asomarse a otro mundo insospechado, más allá de la
pobreza, de dignidad y esperanza. Pero tampoco lo aguanto mucho
rato. En un canal internacional de deportes encuentro la repetición
de un partido jugado por el Bayern de Múnich en un campo
helado de Bielorrusia, con las bocas de los espectadores humeando
al cantar o gritar. Otro mundo. Esta tarde una veintena de chavales
descalzos jugaban al fútbol con una pelota de trapos atados con
cuerdas junto al colosal basurero de Maputo, también humeante
pero por la putrefacción. Su sueño es emular al mítico Eusebio, la
Perla Negra o la Pantera de Mozambique, el famoso futbolista portugués
que nació en Mafalala, uno de los peores barrios de Lourenço
Marques, y huyó de la miseria corriendo tras un balón.
Vuelve a sonar el teléfono. Mis compañeros Evaristo Canete y
Carlos Dias Oliván proponen que cenemos un arroz con mariscos
en O manjar dos deus, uno de los mejores restaurantes de la ciudad,
donde suelen darse cita los expatriados de las organizaciones
humanitarias que actúan en Mozambique. No tengo hambre. Y en
mi mesa están abandonadas varias dulzainas que esta tarde compramos
por vicio en Versalles, la mejor de las confiterías que los portugueses
dejaron como parte de su herencia cultural; un nombre que
parecía comercial durante el dominio de los petulantes colonos
lusitanos pero que resulta inadecuado para la modesta clientela
africana, y que contrasta con el de la pequeña tienda de alimentos
vecina, mucho más enraizado en la realidad: Ganha pouco.
Yo preferiría volver al que es mi comedero favorito en Maputo
desde antes de la independencia: el Pipiripí (que en castellano
sería Quiquiriquí), un establecimiento popular cuyo éxito a lo largo
de los años se ha basado en la fórmula <pollo asado, patatas y
cerveza>, donde he cenado incontables veces con compañeros tan
queridos como Outi Saarinen, Jesús Mata o José Jiménez Pons.
Una noche, al entrar en su terraza con Andrés Menéndez y José
Marténez, se nos acercó uno de los críos harapientos que siempre
pululan por sus alrededores y nos entregó unas monedas para que
le comprásemos una ración de patatas fritas, ya que los camareros
no permitían entrar a los limosneros. Cuando salimos con la bolsa
de papel, un pequeño grupo de niños nos esperaba en la acera.
Estaban hambrientos y habían juntado sus dineros para compartir
aquella modesta comida. Entonces decidimos invitarlos a cenar
con nosotros. <Estos golfillos no pueden entrar aquí>, nos informó
el encargado del local. <Estos señores son nuestros invitados
>, respondimos con firmeza.
Media docena de críos compartieron varios galetos con los tres
periodistas, nosotros con cervezas y ellos con vasos de leche. Durante
la cena nos contaron que vivían y dormían en la calle, acurrucados
unos con otros bajo unos cartones. El mayor, diez años;
seis, el mís pequeño. Ninguno sabía lo que era una madre ni un
colegio. Uno se llamaba Barata (cucaracha) y otro Castigo; nombres
tradicionales africanos, traducidos en la ípoca colonial. Tras
los abundantes postres, la pandilla volvió a la calle con el encargo
de cuidarnos el coche, que era su negocio habitual con los extranjeros.
Y cumplieron a conciencia aquella tarea, con la que pretendían
devolvernos el favor: al salir, los encontramos a todos dormidos,
abrazados a las ruedas del vehículo. Un año después, cuando
volví a Maputo con Canete y Martínez, un grupo de niños corrió
hacia nosotros gritando y se nos colgaron del cuello. <Ustedes nos
invitaron a cenar en el Pipiripí.> Aquella noche había sido para
ellos una excepción inolvidable.
Pero Canete y Oliván insisten en ir a O manjar dos deus. Y tengo
que ceder. Disfrutaríamos una cena copiosa. Tanto que la abundancia de las sobras
nos causaría malestar. Y pediríamos que nos las
empaquetaran para llevárnoslas a los alrededores de la preciosa estación
de ferrocarril, donde permanece anclada la primera locomotora
que tuvo Mozambique. Al anochecer habíamos visto allí una
bandada de criaturas arrebujadas contra un muro: críos abandonados,
niños y adolescentes separados de sus familias, unos huérfanos,
otros perdidos, algunos exsoldados. Pararíamos el coche y enseguida
comenzarían a surgir pequeños bultos de la oscuridad para suplicar
una limosna. Nuestras sobras les parecerían un festín tan espléndido
como inesperado. Nos preguntaríamos qué estíabamos
haciendo. ¿Caridad, ayuda, descargar la mala conciencia? Y yo recordaría
una vez más a Jean Ziegler: <Los buenos sentimientos no
son suficientes; son un lujo para los hijos de los ricos>*. Finalmente,
acabaríamos la noche refugiándonos en el Luso, un famoso bar del
puerto repleto de borrachines atraídos por sus strippers blancas.
Todo ello ocurriría lejos, infinitamente lejos del Polana; es decir,
a kilómetro y medio de distancia, donde las casas son de cañizo
o adobe. Otro mundo, cuyos habitantes se esfuerzan en sacar
agua de los pozos para hacer una masa con harina de mijo y cenar
antes de dormirse en la oscuridad, sin electricidad que caliente ni
ilumine sus miserias desde el atardecer hasta la salida del sol. Nada
de él tiene que ver con el mundo aparte de mi hotel, cuyos lujos
sirven de antídoto contra el vértigo interior de quienes nos asomamos
al vacío social los instantes precisos para retratar la pobreza
extrema y la injusticia radical que desconocemos en la alienación
de nuestros privilegios. Ziegler explica que <la mayoría de
nosotros no se atreve a ver el mundo tal cual es; de hacerlo así, nos
volveríamos locos>.
Por eso, antes de salir de la habitación, vuelvo a asomarme al
balcón para contemplar esa piscina iluminada que resume los valores
eternos, occidentales y cristianos, conforme a los cuales me enseñaron
a vivir. Sus reflejos azules, mis camisas embutidas en bolsas de plástico
y las melodías del incansable pianista negro del salón consiguen
alejarme de la realidad circundante -de la realidad real- agigantando
al tonto que llevo dentro: un imbécil satisfecho que esta noche, otra
vez más, cenará bien y dormirá mejor tras escribir una crónica para
el Telediario sobre las insuperables miserias de Mozambique.
*En El hambre en el mundo explicada a mi hijo, Barcelona, El Aleph, 2010.
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