La vida LA GRATITUD DEL MONO MACHO
Un mono fue el primer paciente del hospital de MSF en Yiohar,
una población aislada por la guerra de clanes en el noreste de Somalia.
Un grupo de niños se reunió ante sus puertas, atraído por los
tambores de la fiesta de inauguración. Llevaban a rastras, atado por
una cuerda, a un babuino de pocas semanas. Lo habían cazado de
una pedrada y el pobre animal, aterrado, les servía de juguete. Se lo
compré, con la condición de que me dijeran dónde lo habían capturado.
La referencia no tenía pérdida: en un grupo de árboles, pegados
a las ruinas de una fábrica de azúcar que habíamos filmado el
día anterior. El cachorrillo, que tenĂa una ceja rota, estrenó la sala de
curas. La enfermera Lourdes Lejarreta* desinfectí la herida y le
puso un par de puntos adhesivos.
El pequeño babuino pareció tranquilizarse tocando mi barba y
se durmió, abrazado a mí. Había que devolverlo a su hogar antes de
que anocheciera, así que movilicé a nuestra escolta armada y nos
dirigimos a los restos de la vieja azucarera. Localizamos a un grupo
de simios en la copa de los árboles, desperté a la criatura y la alcé
en mis manos para hacerla visible. Al reconocerlo, las hembras formaron
un ruidoso guirigay. El monito se puso muy nervioso y trató
de desprenderse de mí para regresar a su comunidad. Lo acerqué
a los árboles y trepó corriendo. Fue recibido con verdadero cariño.
Uno tras otro, todos los miembros de su familia lo acariciaron y
examinaron. Cuando comprobaron que estaba bien, se lo llevaron a
un enorme macho, que permanecía inmóvil contemplando el reencuentro.
Estrechó al cachorro entre sus brazos unos instantes y se
lo entregó a las hembras. Pero aún faltaba lo mejor.
—El mono macho me miró fijamente durante un par de minutos.
Tardó en tomar una decisión que le parecía arriesgada. Pero hizo lo
que debía: descendió lentamente por el árbol y, ya en tierra, se
aproximó a mí. Se detuvo a unos tres metros de distancia, cuando
los pistoleros que me acompañaban quitaron los seguros de sus
fusiles y le encañonaron. Temían que el enorme babuino me atacara.
Los tranquilicé con un gesto, ordenándoles que bajaran las armas.
Entonces el mono se incorporó, mostrando toda su envergadura.
Me miró un momento a los ojos y bajó la cabeza. Tuve claro
que me estaba dando las gracias por devolverle a su hijo. Para hacerlo
había afrontado un serio peligro que conocía bien: aquellos
hombres tenían una gran capacidad de destrucción y violencia.
Pero su gratitud era mayor que su miedo. Finalmente, el animal dio
media vuelta y regresó con su familia. La emoción, que me erizó el
vello, me duró largo rato.
*Lourdes murió pocos meses después, víctima de un paludismo cerebral,
al frente de un centro de salud de la ONG Iradier en una aldea de
Guinea Ecuatorial.
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